Dice nuestro diccionario que “verdad” es la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente. Extraña definición, pues parece más bien, contra lo que asegura el diccionario, que sería el concepto que formamos en la mente lo que debería tender a conformarse con las cosas y no al revés.

Pero, quizá inadvertidamente, nuestro diccionario ha dado en la diana, pues la actividad intelectual del hombre en la práctica parece dirigirse más a acomodar las cosas a lo que piensa que a lo inverso.

Pues ¿qué son “las cosas”? No lo sabemos, sólo conocemos nuestra propia imagen de ellas, y no las cosas mismas. Pero, entonces, ¿no estaríamos siempre en posesión de la verdad, pues la imagen que tenemos de las cosas necesariamente coincidirá consigo misma?

Sin embargo no es así, porque nuestra imagen de las cosas no es un icono estático, sino una representación continuamente móvil, en continua revisión inducida por el perpetuo contraste entre nuestra propia conciencia y la imagen mediada socialmente que se nos enfrenta. La mentira no es, por consiguiente, sino una imagen inauténtica, impropia, ajena, inducida en nosotros mediante la imposición o el engaño. Y para depurar la mentira sólo contamos con el recurso a eso que llamamos razón.

Cada vez que se introduce en nuestra mente una mentira, hay un naufragio de la razón. Y muchos viven del expolio de los restos de esos naufragios. Sólo una crítica rigurosa de los discursos podrá mantenernos a flote.

sábado, 21 de abril de 2012

TASANDO A LOS DEMÁS SIN TASA


Publicado hoy el Real decreto-ley de "racionalización" del gasto público en materia educativa, hay que destacar varias cosas. No voy a criticar la subida en sí, sino lo falaz del procedimiento utilizado para ello.


El importe a satisfacer por la matrícula lo establecerá cada Comunidad Autónoma, dentro de los siguientes parámetros: "los precios públicos cubrirán entre el 15 por 100 y el 25 por 100 de los costes en primera matrícula; entre el 30 por 100 y el 40 por 100 de los costes en segunda matrícula; entre el 65 por 100 y el 75 por 100 de los costes en la tercera matrícula; y entre el 90 por 100 y el 100 por 100 de los costes a partir de la cuarta matrícula".


El problema es ¿cuáles son esos costes? Me interesa destacar que el decreto-ley dice más adelante: "Hasta que todas las universidades implanten sistemas de contabilidad analítica y, como máximo, hasta el curso universitario 2015/2016, la parte del componente de matrícula que se financiará con cargo a los Presupuestos Generales del Estado será el precio público vigente para cada titulación en el momento de entrada en vigor de este Real Decreto-ley. Estas cantidades se actualizarán cada curso mediante la aplicación del coeficiente que determine la Conferencia General de Política Universitaria."


Es decir, que no tenemos ni idea de cuánto ese es ese famoso "coste" por alumno de la enseñanza universitaria cuyo 15% o hasta 100% debe pagar el alumno. Puede que lo tengamos allá para 2015. ¡Olé torero!


No todo el presupuesto de gasto de cada Universidad es gasto de la enseñanza del alumno. La contabilidad analítica es precisamente la que permitiría determinar el coste unitario (por cada unidad) del servicio prestado por la Universidad al alumno, pero eso parece que hasta ahora a nadie le ha interesado conocerlo. Así, el decreto-ley establece que el coste por alumno se determinará, por el momento, basándose en el importe actual de la matrícula. Incremento lineal y porcentual, pues, sobre lo que pagamos hoy. Todo muy serio y solemne para... soltar una cuchufleta al alumno-ciudadano.

martes, 6 de marzo de 2012

SEXISMO LINGÜÍSTICO

Enlace:
Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer


Recientemente se ha hecho público un comunicado redactado por Ignacio Bosque y suscrito por varios académicos de la lengua que, como era de esperar por el asunto tratado, ha levantado cierto revuelo. Hace tiempo que la filosofía renunció a proponer soluciones; ahora se limita a ayudar a plantear bien los problemas y los conflictos. Y como ése es el caso en este asunto, que los conflictos se plantean mal, tal vez un enfoque filosófico, por elevación, pueda ayudar a que la razón pública no naufrague en este asunto, camino al que parece encaminada de forma casi irremisible.

El enfoque adecuado de esta cuestión del sexismo en la lengua creo que requiere percatarse, antes que nada, de que los discursos que se presentan en conflicto no responden a un mismo “género de discurso”, sino a géneros diferentes, lo que hace imposible, de raíz, un acuerdo y nos lleva a resignarnos a que estaremos indefinidamente condenados a la discrepancia (siguiendo la terminología de Lyotard). Los académicos se mueven en un discurso de orden descriptivo; los movimientos sociales feministas, en un discurso de orden normativo. Así, es imposible que ambos discursos lleguen a “encontrarse”; se intercambiarán voces y palabras, pero no será posible un diálogo fructífero.

Es cierto que los académicos parecen decirnos cómo tenemos que usar el lenguaje. Pero eso no puede engañarnos respecto a que sus prescripciones están basadas en las reglas de uso del idioma; y estas reglas ni están bien ni están mal, son las que hay. Hablamos bien si seguimos los usos lingüísticos, y hablamos mal si los infringimos, pero no podemos juzgar normativamente tales usos, sino sólo las aplicaciones concretas de los mismos. Sin embargo los portavoces del feminismo lingüístico sí que nos quieren decir que esos usos están mal, y por ello quieren removerlos invocando unos valores superiores supralingüísticos; a saber: la igualdad de trato sin discriminación por razón de sexo.

Por eso cometen dos errores los académicos en la parte inicial del comunicado. El primero de ellos es de orden dialógico: por un lado reclaman para sí la competencia para decidir en el asunto (invocando su cualidad de profesionales de la lengua, cualidad que niegan a la parte contraria), para, a continuación, apresurarse a hacer una manifestación de reconocimiento de una situación social de discriminación de la mujer. A partir de ahí, ya han echado a perder gran parte del debate. En efecto, si su competencia en la cuestión se basa exclusivamente en una competencia lingüística, ¿no están los académicos invadiendo los campos de otros profesionales (sociólogos, juristas, políticos) al hacer esas afirmaciones? ¿No están los académicos incurriendo en el mismo vicio que achacan a quienes ellos mismos critican, incumpliendo el viejo tópico de “zapatero a tus zapatos”? ¿Tienen alguna autoridad para predicar (en tanto académicos de la lengua, se entiende) sobre el problema de la discriminación de la mujer? Ciertamente no, o al menos no más que la que pueden tener sus criticados en el área de la lingüística. Y ese desliz, cometido con toda la buena fe del mundo, y sin duda atemorizados por el “estado de opinión” políticamente correcto que tan bien maneja el feminismo sociopolítico, arrastra el debate precisamente al nivel de éste, y deja en la “invisibilidad” (para utilizar en su contra la expresión preferida del feminismo en este asunto) la problemática estrictamente lingüística. Porque si realmente, como quieren los académicos, se trata de una cuestión técnica lingüística, ¿a qué viene hacer esta profesión de fe sobre la justicia social?

El segundo error, relacionado con el anterior, es pretender extraer de unas premisas sociopolíticas una conclusión lingüística. Acusan al feminismo de sacar de unas premisas verdaderas una conclusión falsa. Pero las premisas son todas de orden sociopolítico y la conclusión también lo es; no puede pretenderse, como hacen los académicos, que demos un salto y, desde unas premisas sociopolíticas extraigamos no una conclusión sociopolítica, sino lingüística.

Desde el punto de vista de la filosofía del lenguaje y de la argumentación, vemos que el debate, planteado en esos términos, no tiene recorrido alguno, y naufragará en un remolino de exabruptos, reproches e incluso (según el carácter irascible de algún interlocutor) insultos recíprocos. Utilizando la terminología de Wittgenstein, ambos bandos están jugando “juegos de lenguaje” diferentes. ¿Podríamos intentar un acercamiento? ¿Podríamos reproducir el debate, ahora dentro de un mismo juego de lenguaje? Personalmente lo veo difícil, casi imposible.

Para empezar, nos enfrentamos a un primer escollo, el de las relaciones semánticas que cada bando ve entre dos términos: sexo y género. Hace ya años que Lázaro Carreter en uno de sus “dardos en la palabra” denunció el uso de la palabra “género” con un significado ajeno a nuestra lengua e importado del inglés; se empezaba entonces a hablar de “violencia de género” o “discriminación de género” para designar la violencia o la discriminación “por razón de sexo”. Pues en castellano “género” tiene un sentido gramatical (masculino, femenino y neutro) mientras que “sexo” tiene un sentido biológico (varón y hembra). Propiciada por la creciente colonización del castellano por la lengua inglesa, se ha venido introduciendo una equiparación semántica de género y sexo que antes no existía; si bien, obviamente, el género gramatical era un trasunto del sexo biológico en la inmensa mayoría de sus aplicaciones, lo que ciertamente facilitaba el equívoco. Es curioso que un uso espurio de la equiparación de género y sexo en castellano haya acabado dando origen a la exigencia, por los mismos que introdujeron el equívoco, de un cambio de usos lingüísticos que si han acabado adquiriendo un contenido semántico discriminatorio ha sido principalmente debido a la generalización del equívoco introducido por ellos mismos.

El filósofo inglés del siglo XVII John Locke ya observó que en la realidad sólo existen individuos, pero que necesitábamos sustantivos que agrupasen a los individuos, pues si hubiera que utilizar una palabra propia para designar cualquier cosa individual (cada gato, cada mesa, cada árbol) la cantidad de palabras sería inmanejable. Locke, sin embargo, se limitaba ingenuamente a constatar que el nombre de esas agrupaciones de individuos se hace por la sociedad de forma difusa en el trato social continuo, sin darse cuenta de que también esa denominación de las cosas puede ser una poderosa herramienta de dominación social. Para empezar, la agrupación de individuos en un colectivo para recibir un mismo nombre, no es siempre natural; de hecho la extensión de esas denominaciones es frecuentemente variable: podemos hablar de “los indios” o podemos hablar de “los apaches”, “los comanches”, “los sioux”, etc. Y tanto la selección de los rasgos clasificatorios con fines semánticos como el nombre utilizado no siempre estarán exentos de orígenes y consecuencias valorativas: no es lo mismo hablar de “los catalanes” para referirse a los nacidos en el territorio de Cataluña que para referirse a los habitantes censados en el territorio de Cataluña; o no es lo mismo hablar de “mis empleados” que del “personal de mi empresa”, aunque los individuos agrupados sí sean exactamente los mismos.

Eso nos lleva a considerar que en la lengua no es sólo cuestión de entenderse, de saber perfectamente la “extensión” de los términos usados (el número de elementos que forman parte del conjunto que etiquetamos con el nombre), sino que también los nombres tienen una “intensión”, que puede indicar qué elementos queremos, en un futuro potencial, que se incluyan en el conjunto; incluso puede haber términos que etiqueten conjuntos vacíos, con la esperanza o la previsión de que pueda no ser tan vacío en el futuro.

Cuando hablamos no sólo trasladamos a nuestro interlocutor un contenido semántico extensional, no sólo informamos al otro de que nos referimos a tal conjunto exhaustivo de elementos que él sabrá identificar. También, en numerosísimas ocasiones, queremos despertar en él un sentimiento no puramente cognoscitivo, sino de carácter visceral y emocional. Si alguien dice: “eres un sudaca”, aunque entiendo perfectamente la extensión de la palabra “sudaca”, también sé que intenta menospreciar. Pero el problema es aún más complicado, pues bien puede suceder que el proferente de una frase tenga una intención que quede frustrada por inadvertencia del receptor o, viceversa, que alguien se ofenda sin que el que se dirigió a él lo hubiera pretendido en ningún momento. La comunicación es un proceso sutil y complejo: necesita un cierto grado de abstracción y economía de medios para poder ser operativo y cumplir sus fines; pero esa economía también conlleva siempre una pérdida de información o un riesgo de incomprensión mutua que deben ser evitados. De ahí que, como decía Locke, es el uso en sociedad el que va perfilando el idioma: aunque éste es de todos, nadie es su dueño. Pero la intrínseca naturaleza cambiante del propio idioma adaptándose a nuevas circunstancias y necesidades comunicativas no excluye, sino que más bien propicia, que siempre haya quien intenta manipular el lenguaje en su propio beneficio, si es que no lo intentamos hacer todos de una u otra forma y en la medida de las posibilidades de cada cual. Se trata de un juego político, de una pretensión de dominio de la polis mediante el dominio de la herramienta de deliberación, y los políticos profesionales son especialmente agudos en ese juego de deslizamientos semánticos al servicio de sus intereses.

Por eso el debate entre académicos y feministas (y hay que observar que yo mismo al usar estas denominaciones estoy haciendo valoraciones no neutrales) no tiene sentido. El académico alega que, según las normas vigentes (las prácticas actuales del idioma), el uso de sustantivos de género masculino de forma genérica, englobando tanto a varones como a hembras, es perfectamente correcto; y aún más: que es una técnica de economía lingüística conveniente para la mayor eficacia comunicativa de nuestro idioma y que, ordinariamente, no conlleva intención alguna de invisibilizar a los miembros femeninos del conjunto. Por tanto, no debería propugnarse la extensión de la práctica de referirse a un colectivo cuyos elementos son sexualmente diferentes mediante la mención expresa de ambos en los dos géneros gramaticales.

¿Hasta dónde debe llevarse esa práctica recomendada por los académicos? Porque es evidente que ciertas interlocutoras del sexo femenino pueden sentirse ofendidas, por entender que están siendo ninguneadas o invisibilizadas por ello. ¿Hasta qué punto debe quebrar una regla gramatical admitida y claramente eficiente por esa sensación de ofensa? Porque es evidente que no podemos estar continuamente mirando cómo usamos el idioma pensando en que se puede estar ofendiendo a un interlocutor excesivamente susceptible o tiquismiquis. Y la cosa puede ser aún peor: ¿deberíamos plegarnos a los deseos de alguien que pretende manipular los usos lingüísticos al servicio de su propio interés, sea éste de orden privado o, como será más frecuente, de carácter público o político?

En este nivel, por tanto, el asunto desborda de forma patente el ámbito gramatical y eso es lo que no han sabido ver los académicos que han suscrito el comunicado. Se trata de un campo de lucha política en el terreno de la lengua. Es evidente que los distintos organismos e instituciones (Comunidades Autónomas, Universidades, etc.) en cuyo seno se han elaborado los diferentes manuales de usos lingüísticos antisexistas a los que hace alusión el comunicado de los académicos no pueden tener, en ningún caso, por usar el masculino genérico en sus comunicados oficiales, intención ni de ofender ni de invisibilizar a nadie. Si alguien se ofende por ese uso lingüístico parece, por tanto, que sería su problema y no es razonable que esa autopretendida ofensa dé lugar a que aquellas instituciones tengan que redactar de forma tan rebuscada e ineficaz desde el punto de vista comunicativo como se pretende en las guías antisexistas.

El problema, vuelvo a repetir, es político; nadie se siente ofendido porque la Constitución diga que la Nación española es “patria común e indivisible de todos los españoles”, ni nadie en sus cabales piensa que, por eso, España es la patria sólo de los varones españoles, pero no de las mujeres, y la Constitución arroja a una mujer de Cáceres a la condición de apátrida. Por tanto, si queremos entender el problema, habrá que buscar qué interés real, social, político o económico, buscan los que propugnan la proliferación y aplicación de estas guías lingüísticas presuntamente antisexistas.

Para ello creo que resulta esclarecedor acudir a la idea acuñada por Tzvetan Todorov de “estatuto de víctima”. La víctima, si es aceptada como tal víctima, tiene reconocido en nuestra sociedad un estatuto privilegiado debido al sentimiento de culpa del resto de la sociedad; ese sentimiento es comprensible y posiblemente justificado en la reparación que la víctima merece en justicia por el daño sufrido. Pero la cosa se empieza a hacer opaca cuando el estatuto de víctima no es reclamado por quien realmente ha sufrido la ofensa del verdugo, sino por alguien que no habiendo sido nunca víctima, pertenece a una colectividad mayoritaria o ampliamente compuesta por víctimas. Es la posición social ideal: disfrutar de todos los beneficios de la víctima sin serlo ni haberlo sido nunca.

Pero una víctima real puede identificar a su verdugo e identificar la ofensa y el daño: fue Fulano o Mengano el que me hizo tal o cual agravio. Sería el caso de la mujer que puede decir con motivo suficiente para ello: con tal o cual frase tal o cual persona me invisibilizó como mujer, me vejó por razón de mi condición sexual. Claro que la cosa cambia cuando la persona que quiere disfrutar de los beneficios de la condición de víctima, no lo ha sido nunca (o no más que cualquier persona de condición diferente en un mundo y un trato social donde siempre caben y abundan las relaciones de dominio y vejación por cuestiones de la más diversa índole). Entonces la sedicente víctima necesita un verdugo para hacer visible su condición de tal; y como ese verdugo no existe como individuo concreto, como referencia física en el mundo, aquélla acude a generalizar el estatuto de verdugo, a buscar un verdugo genérico, colectivo. Y para eso necesita crearlo, para hacerlo “visualizable” lingüísticamente, ya que no puede visualizarlo por ostensión, señalando: “aquél me vejó, ése de ahí fue mi verdugo”.


La posición que han adoptado las que vengo llamando feministas del lenguaje es ciertamente, un ejemplo de ese estatuto de víctima reclamado por quien nunca lo ha sido. Toda la sociedad se ha convertido en su verdugo sencillamente porque cuando uno se dirige a un grupo para que se acerque dice “venid todos” (y omite decir también “todas”). Y el círculo perfecto se cierra cuando si, reprendido por la feminista lingüística, el proferente protesta: “lo digo porque es una práctica lingüística; no he querido excluir a las mujeres”, se le responde: “claro es que eres un verdugo inconsciente; tienes tan metida en la cabeza tu condición de verdugo que ni te das cuenta de que me estás ofendiendo a mí, la víctima”. En esa trampa han caído los académicos y por eso incurren en el error que destaqué al principio: se apresuran a ponerse la venda antes que la herida haciendo un reconocimiento (que no les compete en absoluto) de la situación de víctima oprimida que tiene la mujer en la sociedad; pero al hacerlo así ya no pueden escapar de la red en que han sido atrapados. Evidentemente no se puede discutir que hay muchas mujeres que son víctimas; pero no todas. Y la diferencia es clara: que estas víctimas reales pueden señalar a su verdugo sin necesidad de buscar un verdugo genérico en la sociedad, en un uso idomático, cosa que sí tienen que buscar quienes, sin ser ni haber sido nunca víctimas, quieren gozar de dicho estatuto porque les confiere ciertas ventajas competitivas de orden social, político o económico. Es decir, en su propio provecho.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Carta abierta al Rector de la UNED

El rector de la UNED, que es Catedrático de Economía Aplicada (Economía Política y Hacienda Pública) en dicha Universidad,  ha publicado en su blog esta comunicación pública:


http://blogrector.blogspot.com/2011/09/la-estabilidad-presupuestaria.html


He intentado contestar a las opiniones del rector en dicho blog, pero no he sido capaz por problemas informáticos, así que utilizo éste para replicar a lo que se dice en esa comunicación.


Estimado Rector, es de agradecer que comparta en esta nuestra comunidad académica sus reflexiones sobre la actualidad no académica de nuestro país, preocupante pero fascinante precisamente por la relevancia de los sucesos en los que nos vemos envueltos y que obligan a tomar decisiones que, en mi opinión, van a marcar decisivamente el futuro inmediato de España, por lo que hay que tomarse estas cosas muy en serio.

Comparto plenamente su opinión sobre la inanidad de la reforma constitucional. Efectivamente, ya hay unos límites establecidos dentro de la Unión y, por otro lado, se trata de un asunto que, en caso de incumplimiento por el Gobierno difícilmente accederá al Tribunal Constitucional (por no ser un asunto susceptible de recurso de amparo) y, en caso de que se presente un recurso de inconstitucionalidad, el Tribunal se pronunciará con el retardo habitual, de forma que, cuando se disponga de Sentencia, el presupuesto impugnado estará ya liquidado y hasta aprobada la Cuenta General del Estado. Por otro lado, el Presupuesto no es sino una estimación de ingresos y un límite de gasto para el Estado; desde tal punto de vista, lo importante será el déficit real (es decir, la diferencia entre gastos e ingresos) no una mera previsión anticipativa, sin carácter vinculante (salvo en el límite de gasto) y perfectamente revisable sobre la marcha, por ejemplo, si una bajada de la actividad económica provoca una reducción de la recaudación impositiva no prevista al elaborar los Presupuestos.

Visto lo cual, no es extraño que los “mercados” se hayan mostrado insensibles a tan esplendoroso brindis al Sol. Y eso me lleva a una primera discrepancia con su exposición, señor Rector. Y es que me sorprende que confunda usted los “mercados” con personas; si las cosas no han cambiado mucho desde que yo estudié economía, allá por los años 80, el mercado es sólo un mecanismo institucional de intercambio de bienes, pero no hay mercados-personas o mercados-agentes económicos. Si no estoy equivocado, entonces, es un error llamar “mercados” a los que no son sino oferentes y demandantes en el mercado; en este caso, en el mercado de capitales. Creo, por tanto, que a quien al parecer se pretende calmar es a los oferentes de capital en los mercados internacionales, con quienes estamos muy disgustados porque el precio al que ofrecen sus capitales al Estado español parece que no es el que a los españoles nos gustaría. Eso tiene que ver con el volumen de déficit, pero también con la credibilidad de los gobernantes en los mercados de capitales y con los aspectos estructurales económicos del país en cuestión, que garantiza en mayor o menor medida, en la apreciación de los inversores, la capacidad para devolver las cantidades recibidas a préstamo. En mi opinión, la misma escenificación de una negociación a “tres” bandas (el principal partido de la oposición, el Gobierno y el partido del Gobierno, representado no por su Secretario General, que es, a su vez, el Presidente del Gobierno, sino por un relevante antiguo miembro del Gobierno de los tiempos en que se gestó la “bola” actual de déficit) resultaba poco seria. Y si esa escenificación, que es la parte más fácil de ejecutar, ha resultado tan cómica, es difícil pensar que los inversores confíen en nuestra capacidad de devolver los capitales prestados dada la previsible perpetuación de déficits crecientes en una economía con un 20% de paro y con enormes deficiencias estructurales en ámbitos tan relevantes como la política educativa, el marco jurídico de las relaciones laborales o la ineficiente estructura de administraciones públicas manirrotas y redundantes.

Desde luego, tiene usted razón cuando dice que “para luchar contra el déficit la más eficaz medida es impulsar el crecimiento”. Pero ¿es necesario el déficit para impulsar el crecimiento? Porque si es así estamos en un círculo vicioso: para combatir el déficit necesitamos crecer y para crecer necesitamos déficit. Y si es cierto que el gasto público (en infraestructuras, siempre que sean útiles: no más AVEs y aeropuertos absurdos, por favor) puede impulsar el crecimiento, no lo es menos que la detracción de fondos del mercado de capitales por el sector público para financiarlo, cada vez más abundante, acaba expulsando del crédito a la empresa privada, fenómeno que creo que es evidente en España en la actualidad.

Dice usted también que “ la única forma de calmar a los mercados es domeñarlos, es ir por delante de ellos y no a rastras”. Pero para eso, o se somete el mercado a dictados autoritarios y se manda en él manu militari (pero ¿podemos llamar a eso mercado? No lo sé, pero, desde luego, en tales condiciones difícilmente el mercado asignará eficientemente los recursos) o se comparece en el mercado con una posición fuerte, no de absoluta precariedad. Y, ciertamente, sólo un déficit reducido y unas necesidades de financiación pública moderadas permiten actuar en el mercado con posibilidad de éxito. Sólo el ciudadano solvente puede acudir a varias entidades financieras y pedir ofertas de préstamos para elegir la más favorable; el menesteroso sólo puede acudir a esas oscuras entidades crediticias que rozan la usura.

Finalmente, tengo que discrepar también de sus propuestas para “frenar la especulación galopante”. Lo que usted llama “operaciones financieras sin sustrato real” son instrumentos imprescindibles para el funcionamiento actual de los mercados, pues amplían las posibilidades de transacciones sobre títulos y, en consecuencia, amplían enormemente la liquidez de los valores. Está en la esencia del mercado de valores la ampliación de las posibilidades de entrada y salida en dicho mercado. La especulación bursátil (y naturalmente la referente a deuda pública) es esencial para que los mercados financieros cumplan con su función de convertir capitales a corto en capitales a largo. Y no es casualidad que las economías más desarrolladas sean también las que disponen de instrumentos financieros más sofisticados y más abundantes. Si se prohíbe la realización de operaciones sobre deuda pública española que sí se pueden hacer sobre deuda alemana o estadounidense, el “diferencial” de la deuda pública española no creo que se reduzca, sino todo lo contrario.

jueves, 8 de septiembre de 2011

La razón instrumental

Hay ciertas expresiones hechas que, a fuerza de repetitivas, llegan a ser asumidas acríticamente en nuestro uso argumentativo ordinario; parece que todos sabemos su significado exacto y, además, que estamos totalmente de acuerdo con éste. Es el caso de la expresión “razón instrumental”, que ha tomado carta de naturaleza en los discursos filosóficos como blanco predilecto de los dardos dirigidos contra un mundo tecnificado y materialista que estaría acabando (si no lo ha hecho ya) con todos los valores espirituales y elevados de nuestra civilización.

Pero no hay nada menos filosófico que recibir acríticamente cualquier idea, así que creo que no estará de más hacer una pequeña incursión por el concepto de “razón instrumental” y analizar lo justificado o no de su recurrente uso en los discursos sedicentemente filosóficos. El origen de la expresión, al menos en su uso actual, parece proceder de la obra de Max Horkheimer Crítica de la razón instrumental (1967), en la que se refiere al mundo tecnológico-industrial del siglo XX con sus secuelas de masificación y consumo dirigido por intereses comerciales que acaba cosificando al propio hombre-consumidor. Este cuadro de Roy Lichstentein (1968, colección Guggenheim) ilustra muy bien el concepto.


Pero la expresión “razón instrumental” ha venido siendo utilizada en un sentido sesgado respecto de lo que era el pensamiento original dentro del cual apareció. Horkheimer, y en general toda la Escuela de Fráncfort, lo que criticaba era el adjetivo “instrumental”, no la “razón”; en particular, la deriva de la discusión racional sobre fines hacia una discusión sobre medios instrumentales que, en el marco de la que él mismo denominó “dialéctica de la Ilustración”, ha acabado por ocultar la discusión principal sobre fines.

Pero las trampas semánticas siempre están al acecho y a disposición de discursos poco escrupulosos, lo que ha propiciado que pueda haberse trasladado el significado de lo “instrumental” al de lo “racional”; traslado tanto más fácil por cuanto que, al fin y al cabo, “razón” viene del latín ratio, que significa “proporción”, como también tiene ese significado el griego logos, que designa la “razón” en este idioma. De ahí que, dado lo absoluto de los fines y, sin embargo, la exigencia de proporcionalidad no en tales fines, sino precisamente en los medios, herramientas o instrumentos precisos para alcanzar aquéllos, se ha podido fácilmente identificar por algunos “razón instrumental” con “razón” a secas sin excesiva violencia en las connotaciones semánticas de los hablantes.

De ahí que, como respuesta al mundo moderno técnico instrumental, se haya podido levantar un edifico irracionalista como sedicente solución a todos los males de la sociedad contemporánea. Todo el mundo tiene derecho a ver cumplidos sus sueños, por absurdos que éstos sean, sin hacer lo que sería instrumentalmente necesario para conseguirlos.

En su excelente estudio sobre el nacimiento de la política, Finley explica que el ciudadano ateniense, cuando votaba en la Asamblea y, por ejemplo, decidía declarar la guerra a Esparta, sabía que eso significaba que iba a tener que coger su lanza y su escudo de hoplita e ir ÉL mismo a la batalla, poniendo en peligro su propia vida. En los modernos Parlamentos, unos votan entrar en guerra, pero eso significa que OTROS tendrán que ir al combate. Ese es uno de los grandes engaños demagógicos en que ha derivado la dialéctica de la Ilustración (y utilizo la expresión de Horkheimer y Adorno para dirigirla a otro aspecto de patología social diferente del contemplado por ellos en su momento): sin duda el principio rousseauniano de la “voluntad general” imponiéndose al individuo llevaba en sí, además de inmensas promesas de racionalidad y felicidad para la humanidad, esta perniciosa desvinculación medios-fines en la imaginación política de los ciudadanos que ha acabado degradando en que unos reciben lo que no ponen ni han puesto nunca, pues lo tienen que poner otros. A todos les parece bien el Estado del bienestar, pero todos parecen olvidar que no hay bienestar posible sin esfuerzo, pues ¿quién nos va a facilitar ese bienestar? Nietzsche, en “Así habló Zaratustra”, acude a una poderosa imagen (como casi todas las suyas), que se ha asentado en el imaginario de un irracionalismo de salón, para reflejar el paso del homo faber al homo ludens: la transformación del hombre que empieza siendo camello, llevando pesados fardos, y, tras pasar por ser león, acaba convertido en un niño juguetón. ¡Quién no prefiere ser niño, pasarse el día jugando, a ser camello y llevar por el ardiente desierto cargas pesadas sin apenas comer y beber! Pero para que el niño juegue el día 6 de enero, los camellos han tenido que hacer el largo recorrido desde Oriente cargando con los juguetes.

Si ponemos en su justo término el significado de la “razón instrumental”, es decir, la adecuación de los medios a los fines (y no la sustitución en nuestro horizonte vital de los fines por lo que son meros medios), no sólo no hay nada de criticable en el uso de esa razón instrumental; antes bien, se nos presenta como imprescindible. Porque, efectivamente, si no hacemos uso de la razón instrumental no utilizaremos los medios de forma proporcional (racional) con los fines y los recursos disponibles. Y o bien nos quedaremos cortos en el uso de los medios, con el consiguiente despilfarro de recursos, pues no alcanzaremos los fines dada la inadecuación, por insuficientes, de los medios empleados; o bien nos pasaremos en el uso de los medios, utilizando más de los racionalmente necesarios, derrochando recursos. Y el despilfarro de los medios hoy (en un mundo de recursos escasos) conlleva imposibilidad de cumplir nuestros sueños de mañana.


Algo de eso hay, en nuestro mundo de niños sin camellos, en la crisis del Estado del bienestar. La irracionalidad instrumental en la atención de los fines sociales ha dado lugar al despilfarro de unos recursos escasos; hemos agotado, por ejemplo, un recurso como el crédito, abusando del mismo irracionalmente sin darnos cuenta de que se agotaba. Hoy nuestro crédito, por escaso, se ha encarecido; y ya no podremos cumplir los fines de mañana. Nuestros viejos juguetes se han roto y ya no tenemos camellos que nos traigan otros nuevos.

jueves, 14 de abril de 2011

Falacia "ad luxuriam"

He descubierto una nueva falacia a añadir a los listados tradicionales. Como descubridor, que no inventor, la he bautizado como falacia ad luxuriam:

Falacia "ad luxuriam"

viernes, 25 de marzo de 2011

"La democracia en movimiento"

Artículo de Álvaro Delgado-Gal en ABC (23/03/2011)

Leer el artículo.

Sin necesidad de compartir en su totalidad las opiniones de Delgado-Gal, sí me gustaría llamar la atención sobre la crítica que hace a la Teoría de la Justicia de Rawls: "Por desgracia, el esquema de Rawls no funciona. En la medida no desdeñable en que soy lo que mis cualidades hacen de mí, no parece agible que lo generado por ellas se someta a redistribución indefinida sin que yo mismo me convierta en mercancía redistribuible".

¿Habrá que reivindicar la vieja aspiración marxista de instar la revolución contra la alienación o cosificación mediante la apropiación de la plusvalía del trabajo propio por un tercero (el capitalista en el imaginario de Marx, el Estado en el imaginario liberal)? ¿Estará el Estado del bienestar utilizando a unos como medios para los fines de otros y será, por tanto, kantianamente inmoral?

Porque el caso es que la observación de la aporía que detecta Delgado-Gal en la propuesta de Rawls (cómo conciliar la libertad individual con la detracción coactiva de una porción de sus disponibilidades económicas que pasa a ser libremente usada por otros) creo que es muy pertinente.

El debate, pues, sería cómo superar esa aporía. Delgado-Gal la afronta desde el liberalismo extremo; prácticamente viene a proponer el desmantelamiento del Estado del Bienestar, acogiéndose a una realidad fáctica. Pero olvida otra alternativa posible, la que pone de manifiesto, más allá de la similitud formal, la superioridad de la propuesta de Habermas sobre la de Rawls. No basta con el “velo de ignorancia”, cuya función es la de una justificación a priori del socialismo en su versión socialdemócrata, como creo que observa Delgado-Gal con acierto, sino que, además, tiene que haber una justificación ex post; y esa justificación sólo cabe si la gestión y aplicación de los fondos detraídos coactivamente a los ciudadanos se realiza mediante un sistema de diálogo social libre de ideologías perpetuadoras de dominio y de coacciones. Y de eso Delgado-Gal no dice ni una palabra.

Aunque si realmente se piensa que la propuesta de Habermas es utópica (como opinan muchos) es natural que, como Delgado-Gal, se considere preferible la reducción del sector público a la mínima expresión pues, ciertamente, gestionados los recursos públicos como se viene haciendo en nuestra actual situación fáctica, parece que efectivamente hay un grado elevado de explotación de los trabajadores, apropiándose otros de la plusvalía de su trabajo, en beneficio de la clase ociosa. Y hay que llamar la atención sobre lo equívoco de una terminología que llama trabajadores a todos los que no son ricos. Por trabajadores yo entiendo los que trabajan, que son los que producen una plusvalía apropiable por terceros, los que producen trabajo alienado; los que no trabajan no son trabajadores. Una cosa es ser pobre, indigente o desvalido y otra muy distinta ser un trabajador.

viernes, 8 de octubre de 2010

Diario EL PAÍS. Editorial “La reforma es ahora” (08/10/2010)

El argumento que se desarrolla en este editorial de “El País” puede esquematizarse de la siguiente forma:
Premisa 1: El gasto en pensiones se duplicará en las próximas décadas.
Premisa 2: El número de cotizantes disminuirá en ese mismo periodo.
Conclusión A: El actual modelo de pensiones debe cambiar, pues con la regulación actual es financieramente insostenible (no hay equilibrio entre las salidas de fondos y las entradas de fondos).
Conclusión B: Con vistas al futuro hay que disminuir las salidas de fondos.
Conclusión C: Hay que ampliar el periodo de cómputo de la pensión y/o hay que retrasar la edad de jubilación.

De eso, que el editorial da por incontrovertible, se extrae la opinión que se recoge en el titular: hay que hacerlo de todas formas, así que hagámoslo cuanto antes.

La argumentación del editorialista de “El País” es falaz; en concreto utiliza la falacia conocida como “olvido de alternativas”. Y aún peor, pues, para empezar, la conclusión A no se deduce de las dos premisas; la premisa 1 establece que va a aumentar la salida de fondos; pero de la premisa 2 no se sigue que vayan a disminuir las entradas de fondos, como quiere el editorialista. Pues bien puede disminuir el número de cotizantes aumentando el volumen de ingresos; basta para ello con que las cuotas se incrementen: si 3 personas cotizan 200 cada una se obtienen 600, y si 2 personas cotizan 350 cada una se obtienen 700; es decir, más ingreso con menos cotizantes.

La alternativa que ha “olvidado” el editorialista es que no hay por qué, necesariamente, reducir las prestaciones de las pensiones (reduciendo su cuantía mediante el aumento del periodo de cómputo o reduciendo el periodo de percepción retrasando la edad en que se empiezan a percibir): queda aún abierta la vía al aumento de los ingresos. Y este aumento tampoco quedaría agotado por la opción de subir las cotizaciones sociales: podrían aumentarse los ingresos con cargo a los presupuestos del Estado (es decir, financiar el incremento de gasto en pensiones con impuestos u otros ingresos tributarios).

Contra la conclusión indefectible que el editorialista extrae de sus premisas, se presenta como único contraargumento el de los “partidos y sindicatos que entienden las condiciones actuales como derechos adquiridos, con independencia de la solvencia financiera del sistema de reparto”. Contraargumento que el editorialista se quita de encima de forma argumentativamente inaceptable: “de nada sirve el argumento”, pues se tendría que financiar “con más impuestos pagados por los trabajadores”. Y eso ya es, sencillamente, falso: ¿no hay ciudadanos no trabajadores que también pagan impuestos? ¿No podrían implantarse (o incrementarse) impuestos sobre las rentas y ganancias del capital?