Dice nuestro diccionario que “verdad” es la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente. Extraña definición, pues parece más bien, contra lo que asegura el diccionario, que sería el concepto que formamos en la mente lo que debería tender a conformarse con las cosas y no al revés.

Pero, quizá inadvertidamente, nuestro diccionario ha dado en la diana, pues la actividad intelectual del hombre en la práctica parece dirigirse más a acomodar las cosas a lo que piensa que a lo inverso.

Pues ¿qué son “las cosas”? No lo sabemos, sólo conocemos nuestra propia imagen de ellas, y no las cosas mismas. Pero, entonces, ¿no estaríamos siempre en posesión de la verdad, pues la imagen que tenemos de las cosas necesariamente coincidirá consigo misma?

Sin embargo no es así, porque nuestra imagen de las cosas no es un icono estático, sino una representación continuamente móvil, en continua revisión inducida por el perpetuo contraste entre nuestra propia conciencia y la imagen mediada socialmente que se nos enfrenta. La mentira no es, por consiguiente, sino una imagen inauténtica, impropia, ajena, inducida en nosotros mediante la imposición o el engaño. Y para depurar la mentira sólo contamos con el recurso a eso que llamamos razón.

Cada vez que se introduce en nuestra mente una mentira, hay un naufragio de la razón. Y muchos viven del expolio de los restos de esos naufragios. Sólo una crítica rigurosa de los discursos podrá mantenernos a flote.

viernes, 25 de marzo de 2011

"La democracia en movimiento"

Artículo de Álvaro Delgado-Gal en ABC (23/03/2011)

Leer el artículo.

Sin necesidad de compartir en su totalidad las opiniones de Delgado-Gal, sí me gustaría llamar la atención sobre la crítica que hace a la Teoría de la Justicia de Rawls: "Por desgracia, el esquema de Rawls no funciona. En la medida no desdeñable en que soy lo que mis cualidades hacen de mí, no parece agible que lo generado por ellas se someta a redistribución indefinida sin que yo mismo me convierta en mercancía redistribuible".

¿Habrá que reivindicar la vieja aspiración marxista de instar la revolución contra la alienación o cosificación mediante la apropiación de la plusvalía del trabajo propio por un tercero (el capitalista en el imaginario de Marx, el Estado en el imaginario liberal)? ¿Estará el Estado del bienestar utilizando a unos como medios para los fines de otros y será, por tanto, kantianamente inmoral?

Porque el caso es que la observación de la aporía que detecta Delgado-Gal en la propuesta de Rawls (cómo conciliar la libertad individual con la detracción coactiva de una porción de sus disponibilidades económicas que pasa a ser libremente usada por otros) creo que es muy pertinente.

El debate, pues, sería cómo superar esa aporía. Delgado-Gal la afronta desde el liberalismo extremo; prácticamente viene a proponer el desmantelamiento del Estado del Bienestar, acogiéndose a una realidad fáctica. Pero olvida otra alternativa posible, la que pone de manifiesto, más allá de la similitud formal, la superioridad de la propuesta de Habermas sobre la de Rawls. No basta con el “velo de ignorancia”, cuya función es la de una justificación a priori del socialismo en su versión socialdemócrata, como creo que observa Delgado-Gal con acierto, sino que, además, tiene que haber una justificación ex post; y esa justificación sólo cabe si la gestión y aplicación de los fondos detraídos coactivamente a los ciudadanos se realiza mediante un sistema de diálogo social libre de ideologías perpetuadoras de dominio y de coacciones. Y de eso Delgado-Gal no dice ni una palabra.

Aunque si realmente se piensa que la propuesta de Habermas es utópica (como opinan muchos) es natural que, como Delgado-Gal, se considere preferible la reducción del sector público a la mínima expresión pues, ciertamente, gestionados los recursos públicos como se viene haciendo en nuestra actual situación fáctica, parece que efectivamente hay un grado elevado de explotación de los trabajadores, apropiándose otros de la plusvalía de su trabajo, en beneficio de la clase ociosa. Y hay que llamar la atención sobre lo equívoco de una terminología que llama trabajadores a todos los que no son ricos. Por trabajadores yo entiendo los que trabajan, que son los que producen una plusvalía apropiable por terceros, los que producen trabajo alienado; los que no trabajan no son trabajadores. Una cosa es ser pobre, indigente o desvalido y otra muy distinta ser un trabajador.

2 comentarios:

  1. Bueno, tras haber releído tu post, me gustaría comentar contigo un par de asuntos, desde mi completa ignorancia:

    En primer lugar, en cuanto al fondo de la discusión, no entiendo muy bien cuál es el problema con la cosificación de las cualidades. Quiero decir, que partiendo de la base de una vida en sociedad es evidente que se da esa restricción de la libertad individual y consiguiente necesidad de aportar algo a esa sociedad. Esto es así desde un punto de vista tanto práctico como teórico, al margen de que en la práctica no exista la reciprocidad entre los miembros de esta sociedad que debería esperarse en el plano teórico. Por tanto, ¿no debería trasladarse la cuestión a la necesidad de esa organización social?

    En segundo lugar, en cuanto a la teoría de Habermas como justificación ex post (estamos hablando de democracia deliberativa si he entendido bien), como señalas, es más bien utópica, o al menos a mi entender lo es. Y aún así, el diálogo del que se habla no llegaría más que a una cesión de unos hacia los otros, por lo que el punto de partida sería el mismo: unos ceden parte de su libertad en pro de un hipotético bien común. Si bien esto podría aumentar la reciprocidad de que antes hablaba, no acabo de entenderlo como solución al problema.

    En tercer lugar, me gustaría hacer una matización. Supongo que cuando hablas de trabajador no te refieres sólo al que produce una plusvalía actualmente, sino que comprendes también a aquellos que lo harán, tienen intención de hacerlo o lo han hecho ya efectivamente. Y con clase ociosa nos referimos a aquellos que quieren entrar en el juego social o del Estado del Bienestar sólo por la parte del haber, que son los que desequilibran el sistema y hacen que el Estado "utilice a unos como medios para los fines de otros y es, por tanto, kantianamente inmoral".

    Espero ansiosa tus aplastantes respuestas.

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  2. Ciertamente la vida en sociedad conlleva una cierta aportación (y subordinación) de todos a un “bien común”; eso está en la propia naturaleza de la cosa pública y ya Aristóteles dijo que el hombre es un “animal de la polis”, un animal social (más que “animal político” como se suele traducir). Pero el filósofo no se conforma con una constatación de que eso es así en la realidad, sino que exige una justificación o legitimación de ese estado de cosas. Y ahí es donde entran las opciones de la filosofía política. Rawls, desde el liberalismo, busca una justificación de lo que él llama un “consenso solapante” (overlapping consensus) que, dejando plena libertad a los ciudadanos para montar su vida en libertad en todos los restantes aspectos que no pongan en peligro ese consenso imprescindible, permite también justificar (dar una calificación de “justicia” mínima) el sistema político.

    Pero eso no pasa de ser una justificación “ex ante”; para no incurrir en los motivos de crítica de Delgado-Gal no podemos quedarnos ahí. Pues de hecho es ahí donde se quedan las democracias actuales: deme usted el dinero para ese fondo de justicia a mí, que he sido elegido democráticamente, que ya lo administraré yo como me parezca. Pero eso no basta, como se nos pretende hacer creer interesadamente tantas veces: hace falta también, para que el que aporta a ese fondo común no sea “explotado” (alienado, cosificado) que la posterior aplicación de los fondos públicos se someta a un marco institucional de limpieza y diálogo sin exclusiones. Esa es la propuesta de Habermas y, por eso, es más completa y va más allá que la de Rawls. Pero el caso es que tales condiciones de diálogo transparente son ciertamente utópicas. Lo que ocurre es que la palabra utopía (del griego “oú-topos”, no-lugar, lo que no está en ningún sitio) tiene dos sentidos, pues con ella se puede designar lo que no sólo no está en ningún sitio, sino que, por su propia condición utópica, no podrá estarlo nunca (lo contrafactible) o lo que no está en ningún sitio hoy, pero que tal vez sí pueda llegar alguna vez a estar (lo contrafáctico), pues no hay nada en su propia naturaleza que impida que llegue a ser. Utilicé la palabra en el primer sentido, no en el segundo. Y esa utopía realizable (que sólo se puede concebir como un ideal que nos orienta, lo que no sucedería desde el desánimo de la contrafactibilidad) es la única justificación ex post de un sistema de apropiación del trabajo de uno que no pueda ser considerada alienante, pues es el marco de diálogo común lo único que justificaría que la plusvalía del trabajo no sea “enajenada” (apropiada por otro ajeno) sino utilizada para el interés común, del que es parte el propio trabajador (en cuanto forma parte en la configuración de la voluntad general formada en un marco de diálogo libre, transparente y sin exclusiones).

    Desde este punto de vista es desde el que me ha interesado el artículo de Delgado-Gal, pues permite establecer un paralelismo entre la apropiación de la plusvalía del trabajador por el capitalista, como la veía Marx, y la actual apropiación de la misma plusvalía por parte de un Estado cuyos dirigentes son elegidos una vez cada cuatro años, pero que, luego, actúan como los capitalistas de Marx, en su propio provecho y en un marco de opacidad notable.

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