Dice nuestro diccionario que “verdad” es la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente. Extraña definición, pues parece más bien, contra lo que asegura el diccionario, que sería el concepto que formamos en la mente lo que debería tender a conformarse con las cosas y no al revés.

Pero, quizá inadvertidamente, nuestro diccionario ha dado en la diana, pues la actividad intelectual del hombre en la práctica parece dirigirse más a acomodar las cosas a lo que piensa que a lo inverso.

Pues ¿qué son “las cosas”? No lo sabemos, sólo conocemos nuestra propia imagen de ellas, y no las cosas mismas. Pero, entonces, ¿no estaríamos siempre en posesión de la verdad, pues la imagen que tenemos de las cosas necesariamente coincidirá consigo misma?

Sin embargo no es así, porque nuestra imagen de las cosas no es un icono estático, sino una representación continuamente móvil, en continua revisión inducida por el perpetuo contraste entre nuestra propia conciencia y la imagen mediada socialmente que se nos enfrenta. La mentira no es, por consiguiente, sino una imagen inauténtica, impropia, ajena, inducida en nosotros mediante la imposición o el engaño. Y para depurar la mentira sólo contamos con el recurso a eso que llamamos razón.

Cada vez que se introduce en nuestra mente una mentira, hay un naufragio de la razón. Y muchos viven del expolio de los restos de esos naufragios. Sólo una crítica rigurosa de los discursos podrá mantenernos a flote.

jueves, 8 de septiembre de 2011

La razón instrumental

Hay ciertas expresiones hechas que, a fuerza de repetitivas, llegan a ser asumidas acríticamente en nuestro uso argumentativo ordinario; parece que todos sabemos su significado exacto y, además, que estamos totalmente de acuerdo con éste. Es el caso de la expresión “razón instrumental”, que ha tomado carta de naturaleza en los discursos filosóficos como blanco predilecto de los dardos dirigidos contra un mundo tecnificado y materialista que estaría acabando (si no lo ha hecho ya) con todos los valores espirituales y elevados de nuestra civilización.

Pero no hay nada menos filosófico que recibir acríticamente cualquier idea, así que creo que no estará de más hacer una pequeña incursión por el concepto de “razón instrumental” y analizar lo justificado o no de su recurrente uso en los discursos sedicentemente filosóficos. El origen de la expresión, al menos en su uso actual, parece proceder de la obra de Max Horkheimer Crítica de la razón instrumental (1967), en la que se refiere al mundo tecnológico-industrial del siglo XX con sus secuelas de masificación y consumo dirigido por intereses comerciales que acaba cosificando al propio hombre-consumidor. Este cuadro de Roy Lichstentein (1968, colección Guggenheim) ilustra muy bien el concepto.


Pero la expresión “razón instrumental” ha venido siendo utilizada en un sentido sesgado respecto de lo que era el pensamiento original dentro del cual apareció. Horkheimer, y en general toda la Escuela de Fráncfort, lo que criticaba era el adjetivo “instrumental”, no la “razón”; en particular, la deriva de la discusión racional sobre fines hacia una discusión sobre medios instrumentales que, en el marco de la que él mismo denominó “dialéctica de la Ilustración”, ha acabado por ocultar la discusión principal sobre fines.

Pero las trampas semánticas siempre están al acecho y a disposición de discursos poco escrupulosos, lo que ha propiciado que pueda haberse trasladado el significado de lo “instrumental” al de lo “racional”; traslado tanto más fácil por cuanto que, al fin y al cabo, “razón” viene del latín ratio, que significa “proporción”, como también tiene ese significado el griego logos, que designa la “razón” en este idioma. De ahí que, dado lo absoluto de los fines y, sin embargo, la exigencia de proporcionalidad no en tales fines, sino precisamente en los medios, herramientas o instrumentos precisos para alcanzar aquéllos, se ha podido fácilmente identificar por algunos “razón instrumental” con “razón” a secas sin excesiva violencia en las connotaciones semánticas de los hablantes.

De ahí que, como respuesta al mundo moderno técnico instrumental, se haya podido levantar un edifico irracionalista como sedicente solución a todos los males de la sociedad contemporánea. Todo el mundo tiene derecho a ver cumplidos sus sueños, por absurdos que éstos sean, sin hacer lo que sería instrumentalmente necesario para conseguirlos.

En su excelente estudio sobre el nacimiento de la política, Finley explica que el ciudadano ateniense, cuando votaba en la Asamblea y, por ejemplo, decidía declarar la guerra a Esparta, sabía que eso significaba que iba a tener que coger su lanza y su escudo de hoplita e ir ÉL mismo a la batalla, poniendo en peligro su propia vida. En los modernos Parlamentos, unos votan entrar en guerra, pero eso significa que OTROS tendrán que ir al combate. Ese es uno de los grandes engaños demagógicos en que ha derivado la dialéctica de la Ilustración (y utilizo la expresión de Horkheimer y Adorno para dirigirla a otro aspecto de patología social diferente del contemplado por ellos en su momento): sin duda el principio rousseauniano de la “voluntad general” imponiéndose al individuo llevaba en sí, además de inmensas promesas de racionalidad y felicidad para la humanidad, esta perniciosa desvinculación medios-fines en la imaginación política de los ciudadanos que ha acabado degradando en que unos reciben lo que no ponen ni han puesto nunca, pues lo tienen que poner otros. A todos les parece bien el Estado del bienestar, pero todos parecen olvidar que no hay bienestar posible sin esfuerzo, pues ¿quién nos va a facilitar ese bienestar? Nietzsche, en “Así habló Zaratustra”, acude a una poderosa imagen (como casi todas las suyas), que se ha asentado en el imaginario de un irracionalismo de salón, para reflejar el paso del homo faber al homo ludens: la transformación del hombre que empieza siendo camello, llevando pesados fardos, y, tras pasar por ser león, acaba convertido en un niño juguetón. ¡Quién no prefiere ser niño, pasarse el día jugando, a ser camello y llevar por el ardiente desierto cargas pesadas sin apenas comer y beber! Pero para que el niño juegue el día 6 de enero, los camellos han tenido que hacer el largo recorrido desde Oriente cargando con los juguetes.

Si ponemos en su justo término el significado de la “razón instrumental”, es decir, la adecuación de los medios a los fines (y no la sustitución en nuestro horizonte vital de los fines por lo que son meros medios), no sólo no hay nada de criticable en el uso de esa razón instrumental; antes bien, se nos presenta como imprescindible. Porque, efectivamente, si no hacemos uso de la razón instrumental no utilizaremos los medios de forma proporcional (racional) con los fines y los recursos disponibles. Y o bien nos quedaremos cortos en el uso de los medios, con el consiguiente despilfarro de recursos, pues no alcanzaremos los fines dada la inadecuación, por insuficientes, de los medios empleados; o bien nos pasaremos en el uso de los medios, utilizando más de los racionalmente necesarios, derrochando recursos. Y el despilfarro de los medios hoy (en un mundo de recursos escasos) conlleva imposibilidad de cumplir nuestros sueños de mañana.


Algo de eso hay, en nuestro mundo de niños sin camellos, en la crisis del Estado del bienestar. La irracionalidad instrumental en la atención de los fines sociales ha dado lugar al despilfarro de unos recursos escasos; hemos agotado, por ejemplo, un recurso como el crédito, abusando del mismo irracionalmente sin darnos cuenta de que se agotaba. Hoy nuestro crédito, por escaso, se ha encarecido; y ya no podremos cumplir los fines de mañana. Nuestros viejos juguetes se han roto y ya no tenemos camellos que nos traigan otros nuevos.

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